«Las crisis humanitarias que vienen» de Andrés Esono Ondó, El País

“Los telediarios de todo el mundo informan de llegadas masivas, a las costas de Italia, Grecia y Turquía, de refugiados procedentes, principalmente, de Siria, Irak, Afganistán y el norte de África. Huyen de la guerra y de los conflictos políticos. Anteriormente, los africanos del sur del Sáhara que llegaban masivamente en pateras a las costas españolas e italianas eran considerados como inmigrantes económicos que se jugaban la vida para llegar a Europa. Solo a partir del momento en que el fenómeno ha adquirido magnitudes dramáticas se ha empezado a hablar de “crisis humanitaria” y a considerarles “refugiados”.

La primavera árabe fue una rebelión contra dictadores que llevaban muchos años en el poder: Gadafi (42), Mubarak (30), Ben Ali (23), Bachar el Asad y su padre, Hafez (44). Los costes de la caída de cada uno (la duración de la rebelión, el número de víctimas, consecuencias posteriores como la aparición de grupos yihadistas, y los daños materiales) son directamente proporcionales a la longevidad de estos regímenes.

Si se analiza la situación al sur del Sáhara, nos encontramos con Burkina Faso, país que, mediante una revuelta popular de una sociedad civil sólida y concienciada, se deshizo en 2014 de un dictador que llevaba 27 años y acaba de abortar un golpe militar. Luego está Togo, donde Faure Eyadéma sucedió a su padre —Gnassing­bé Eyadéma gobernó desde 1967 hasta 2005—, materializando los deseos de los dictadores africanos de establecer dinastías republicanas, al estilo de Corea del Norte. En Sudán del Norte, Omar al Bashir gobierna desde 1989. Al este, en Uganda, Museveni dirige el país desde 1986. Más al sur, además del dictador Joseph Kabila en la República Democrática del Congo, y del septuagenario Dos Santos, mandatario de Angola desde 1979, aparece Robert Mugabe, que gobierna con mano de hierro la República de Zimbabue desde 1980.

En el centro del continente africano se da la concentración de las dictaduras más longevas del continente (y del mundo), con una excepción: la pequeña república isleña de Santo Tomé y Príncipe, que ha tenido cuatro alternancias democráticas desde 1991. Cuando arrancaron los llamados procesos de democratización, los pequeños avances cosechados con la elección de Pascal Lissouba en el Congo Brazzaville en 1992, y de Ange-Félix Patassé en la República Centroafricana en 1993, fueron aniquilados, respectivamente, por una guerra civil en 1997 y un cruento golpe de Estado en 2003.

Hoy, el riesgo de un nuevo enfrentamiento armado se palpa en Brazzaville; y Centroáfrica lleva tres años en guerra, desde la caída del general golpista François Bozizé. Por su parte, Guinea Ecuatorial ostenta el dudoso honor de tener al dictador que más tiempo lleva en el poder: el General Teodoro Obiang Nguema Mbasogo gobierna desde el golpe de 1979. Supera en solo un mes al ya mencionado Eduardo do Santos, de Angola. Después vienen Paul Biya, de Camerún (1982), el congoleño Denis Sassou Nguesso —tuvo un paréntesis entre 1992 y 1997—, el chadiano Idris Deby (1991) y el gabonés Ali Bongo Ondimba, que en 2009 sucedió a su padre, fallecido tras más de 40 años de gobierno.

Estas dictaduras se caracterizan por la voracidad económica de sus élites en unos países con ingentes recursos naturales. La mayoría de los mandatarios tiene casos pendientes con la justicia en países occidentales, por enriquecimiento ilícito y blanqueo de capitales. El Índice de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, situaba en 2014 a Guinea Ecuatorial, Gabón, Camerún, República Centroafricana, Chad y República del Congo, en los puestos 144, 112, 152, 185, 184 y 140, respectivamente, de 187 países estudiados. El robo impune de las arcas públicas empobrece a los ciudadanos, cuya supervivencia material queda íntimamente ligada al grado de apoyo que prestan al dictador. La población, por pura necesidad material, acaba rendida a los pies del causante de su miseria.

Pese al parecido entre los regímenes —principalmente por la violación sistemática de los derechos humanos con total impunidad— el caso de Guinea Ecuatorial es particularmente grave. No existe libertad de expresión, ni hay prensa; los partidos políticos de la oposición no tienen acceso a los dos medios audiovisuales existentes, y las redes sociales están bloqueadas; las manifestaciones están prohibidas; no hay sindicatos ni organizaciones independientes de la sociedad civil. Tampoco hay independencia entre los tres poderes; el Parlamento se limita a aprobar las decisiones tomadas por el gobierno, al tiempo que éste ejerce un control pleno sobre el poder judicial, al que suele disolver a su conveniencia: los procesos judiciales son utilizados para castigar o intimidar. La oposición tiene un solo escaño de los 100 de la Cámara de Diputados, y otro único asiento de los 75 del Senado. Las elecciones nunca reúnen las mínimas condiciones de transparencia. Y esta situación de Guinea Ecuatorial es también la tónica dominante de las dictaduras africanas. Quieren perpetuarse en el poder y preparar el terreno para una inevitable sucesión dinástica.

Occidente ha tratado con cierta condescendencia estas dictaduras y mira con desconfianza a los grupos de oposición. La razón es, entre otras cosas, que los dictadores garantizan la estabilidad de sus países —estabilidad en detrimento de la democracia—. Pero se pasa por alto el hecho de que, al permanecer tanto tiempo en el poder impidiendo a los ciudadanos el ejercicio de sus derechos, se generan sentimientos de impotencia y frustración, acumulándose el odio que, a la larga, termina en estallidos de violencia, difíciles de controlar y con consecuencias imprevisibles. Quienes han acaparado el poder durante varias décadas nunca se van de forma voluntaria, y así ocurre lo que en Siria, Irak, Libia y otros países.

Occidente parece esperar que los países africanos recorran siglos de guerras y revoluciones, como ocurrió con Europa y América, para alcanzar la libertad. Pero, ¿estaría Europa dispuesta a acoger a millones de refugiados procedentes de África como consecuencia de eventuales primaveras negras? Todo parece indicar que lo que ocurre ahora, es un presagio de lo que podría pasar en los países africanos con dictaduras férreas y longevas, si estas no realizan a una apertura política que posibilite una alternancia democrática.

¿Cómo salir de esta situación? La solución, en principio, debería partir del pueblo, organizado en una sociedad civil independiente, como en Burkina Faso. Pero el éxito burkinabés no es extrapolable a otros países con una inexistente sociedad civil.

Entre 1961 y 1962, se creó el Comité Especial de Descolonización de las Naciones Unidas. Dado que la mayoría de los territorios pasó de la dominación colonial a la opresión dictatorial de sus propios gobernantes, la ONU debería plantearse seriamente la creación de un Comité Especial de Democratización. Su finalidad debiera ser supervisar e impulsar la democratización de estos países dominados por regímenes dictatoriales. El papel de Occidente, particularmente la Unión Europea, debería ser determinante. De lo contrario, podríamos estar en vísperas de crisis humanitarias más dramáticas, esta vez procedentes del África subsahariana”.

Andrés Esono es secretario general de Convergencia para la Democracia Social, la primera formación opositora de Guinea Ecuatorial.

http://internacional.elpais.com/internacional/2015/12/10/actualidad/1449765948_038321.html